sábado, abril 22, 2006

La puta droga.


(BSO: Silencio, de ODB)

Ayer vi esta peli. No fue casualidad; la pillé en el vídeoclub porque se supone que esta tarde voy a conocer a la persona en la que se basa el film: Carmen Avendaño, una gallega de pro que se tiró en cara al narcotráfico gallego y a todos sus secuaces (que incluyen policía y cargos públicos y jurídicos) en su lucha contra la droga, la puta droga, que se llevó a dos (creo) de sus hijos.
Pues eso, que esta tarde voy a la trobada de la Coordinadora Contra la Marginació de KNY (entidad con la que colaboro, cuando puedo), y el acto central es una charla de esta terca y valiente mujer.

Mujeres. Madres. Qué haría el mundo sin nosotras. Los grandes políticos siguen siendo hombres, pero las que tejen, paciente y conciencudamente las redes de la lucha y las revoluciones sociales son las mujeres. Y las más luchadoras, las madres.

Y Galicia. Esa preciosa tierra atrapada, aún, en el pasado.

Qué puedo decir. Tengo como ejemplo de gallega luchadora de postguerra con hijos a cargo y marido maltratador a mi adorada abuela.

La peli, por eso, no es nada del otro mundo. Lo que es desgarrador y tremendamente cruel es el documental que se puede ver en el mismo DVD sobre la lucha de las madres de Érguete. De verdad que se me puso el cuerpo malo.

Recuerdo los 80. Hasta los doce años compartí parque y plazas con yonquis y camellos. Es lo que tiene haber crecido en Cornellá y no en Pedralbes. Recuerdo como cada cierto tiempo (cada tres horas, más o menos), entraba alguno de ellos a la tienda de mi padre a ver si podía sonsacarle pasta; a veces de buena, otras veces con navajas o garrotes que encontraban en el container. Normalmente, estaban tan mal que con tres chillidos de mi padre se daban la vuelta y se iban tal y como habían llegado. Como zombis; cuerpos sin alma, carne humana paseante sin rumbo fijo. Yo, a mi corta edad, me pasaba las horas jugando en la rebotica de la tienda. Los veía entrar, los veía salir.No entendía muy bien qué les pasaba, pero eran algo que formaba parte de la normalidad del barrio. Me daban pena. No miedo, pena. Pensaba en lo que debía ser tener un padre, o un hermano así. Alguna vez, en el parque, nos decían cosas a los niños. Nada malo; un simple "qué guapa eres", o "¿le puedes decir a tu mamá que te de dinero para chuches y luego me das a mí un poquito?" "¿De chuches?" "No, de dinero". Les conocíamos a todos: el Nanas, el Churrero... La consigna era no tocarles jamás: ni a ellos, ni, por supuesto, coger nunca una jeringuilla o algo que hubiera estado en contacto con ellos. Los conocimientos en aquella época sobre el sida eran escasos. Nunca nos hicieron daño. Jamás. Alguna vez compartimos espacio, también, con cadáveres. Pensábamos que estaban dormidos, hasta que venía la Guardia Urbana y los tapaba con un plástico. La cara también.

Morían ellos, pero su familia, aunque viva, ya había muerto años atrás.

De eso habla el documental. De lo otro; lo que no pasaba en el parque, sino en las casas.

Ah. Ya os contaré qué dice Carmen.



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