viernes, marzo 31, 2006
La vida secreta de las palabras.
Bueno. A ver si esta vez es la buena.
Es la tercera vez que intento escribir algo sobre esta peli. Curiosamente, cuando acabo, mi ordenador muere y resucita solo. Yo y los ordenadores. Es difícil escribir algo con sentido cuando odias a la máquina a través de la cual tienes que hacerlo.
En fin.
La Coixet. Qué puedo decir de las pelis de la Coixet. A la Coixet siempre le doy un diez antes de ver sus pelis. Luego, lo suscribo. En mis otros dos desaparecidos escritos --en los que la inspiración era bastante superior a la de éste, ya que lo estoy escribiendo casi por obligación o por cabezonería--, decía algo así como que las pelis de la Coixet agujerean mi coraza y consiguen traspasar hasta llegar a lo más profundo de mí. Es una sensación difícil de explicar. Me atraviesan; me hacen pensar en quién soy y en lo que quise haber sido, en lo que quisiera ser y en lo que tengo la certeza que seré. En el frenetismo de la vida que llevamos. la calma, la profundidad, de las pelis de la Coixet me destrozan. Sufro la resaca de la peli hasta días, semanas después. De hecho, creo que todavía no he superado la resaca de Mi vida sin mí. Y hace más de dos años que la vi.
Y La vida secreta de las palabras ha conseguido lo mismo. La vi el pasado martes; no todo lo tranquila que hubiera querido. La vi con prisas y ruidos a mi alrededor. Pero, a momentos, conseguí meterme en la peli y formar una pantalla a mi alrededor, de manera que nada de lo que hubiera a mi alrededor pudiera molestarme. Qué puedo decir de la peli. Es una historia preciosa. Dura, pero preciosa, que habla de lo que no queremos recordar, o de lo que preferimos obviar para no provocarnos más dolor del que este vida, ya de por sí, regala. Que, en ocasiones --unas más que otras-- no es poco. Especialmente si has tenido la --mala-- suerte de nacer en un sitio de este agónico planeta en el que no habrías debido. No es mi caso. Pero me suscita un dolor indescriptible.
La guerra de los Balcanes me pilló en plena adolescencia. De acuerdo: era una adolescente comprometida socialmente y, por lo menos, sabía que había una guerra en Europa. No debería ser un logro si el 80% de mis compañeros de instituto no hubieran desconocido la existencia de este conflicto.
Pero, al fin y al cabo, era adolescente. Sabía que había una guerra en algún lugar del mapa europeo que conseguía ubicar inexactamente y con bastante dificultad, y que no debería ser "normal" que este tipo de conflictos pasaran en un continente en el que durante los últimos 100 años se habían dado las únicas --y últimas, esperemos-- dos guerras mundiales de la historia de la humanidad --esa humanidad tan poco humana de la que presumimos--. Pero no conocía el alcance de la tragedia. Como la mayoría de la población, fueran adolescentes o no, preferí no conocerlo. Como la vieja Europa, que prefirió mirar hacia otro lado antes de detener una de las más grandes y repugnantes matanzas que se hayan dado en los últimos tiempos. Una Europa tan pendiente de recordar los males del pasado que se olvidó de evitar que surgieran en el presente. Una Europa que todavía sufría el lastre del horror y que supuso que hacerse la loca ante El Terror no le cargaría de más culpa; culpa a añadir a la que aún no había podido quitarse, y que procedía desde las colonizaciones hasta los recientes conflictos de la historia contemporánea. Para contrarestar esa ignorancia consciente, eviaron a los cascos azules. Craso error. Todos --los que a veces nos preocupamos por levantar la cabeza y mirar un poco más allá de nuestras narices-- sabemos para qué sirvieron los cascos azules. No creo que sea necesario recordarlo.
La guerra duró 10 años, y nos olvidamos de su existencia. Festejamos su finalización, y nos olvidamos que había sucedido. La memoria selectica colectiva, debería llamarse. Pero los que no la pudieron olvidar son los que la vivieron --los que la sufrieron-- en primera persona. De los que el resto del mundo también nos hemos olvidado --"I'm not the only one, satring at the sun, not the only one, who's happy to go blind...", decía una canción de mis idolatrados U2--. Gente para la que el dolor es tan grande, el pasado es tan terrorífico, que no saben para qué deben levantarse cada mañana. gente que se siente culpable por haber sobrevivido al horror mientras los demás hacemos como si nada hubiera pasado y como si, inconcientemente, pensáramos que deberían estar agradecidos porque la vida les ha dado otra oportunidad. Pero, ¿a qué precio?
Pues esta peli va precisamente de eso. A destacar, mi adorado Javier Cámara --de acuerdo, no es el papel de su vida (por escaso), pero no me digais que no os entran ganas de sacarlo de la pantalla, meterlo en el bolso y llevarlo para casa--, y el siempre correcto Tim Robbins --ay, quien te pillara--. pero me quito el sombrero otra vez --ya me lo quité en Mi vida sin mi-- ante Sarah Polley, esa pedazo de actriz desconocida y sigilosa. Qué monstrua. En Mi vida sin mi, Sarah era Ann. No interpretaba a Ann: era Ann. Era ella. Pues aquí, tres cuartos de lo mismo. Resulta casi imposible imaginar que esta mujer no sea el personaje que interpreta.
Pues eso. Un diez para la Coixet. Esperando saber contar, alguna vez, las cosas como lo hace ella.
-¿Vendrás conmigo? ¿Me cogerás la mano cuando pueda volver a mirarme en un espejo?
(del guión de la peli La Vida secreta de las Palabras)
PD: mi empanada no tiene límites. Ya me pasó con el anterior eclipse solar, que pensé: "Uy, qué mal día se está poniendo". Pues con el del miércoles lo mismo. En lugar de disfrutarlo, cuando veo que la luz empieza a menguar pienso que va a caer un chaparrón del quince. Y mientras, ese fenómeno esporádico, se escapa de mi alcance. Luego me acuerdo: "Hostia, el eclipse... Así que el mal tiempo era por... ¡Gilipollas!"
Lo cual me recuerda cuando, en medio de una multimanifestación contra la guerra en BCN, entré en el lavabo de un bar y, al salir, un chico me preguntó qué tal estaba yendo el asunto, a lo que le contesté que la gente se estaba escaqueando porque hacía frío y llovía sin cesar. Cuando salí del bar, mis amigos y mi entonces novio, con sonrisa de bobos, me preguntaron: "¿Qué te ha dicho Manu Chao?".
No habría sido nada raro si servidora no hubiera tenido todos sus discos (desde Mano Negra) y no le hubiera adulado cual fan adolescente bisbalina.