domingo, diciembre 04, 2005

Cosas intolerables I: la pena de muerte.



Esta semana pasada me he cansado de leer y escuchar titulares acerca de una estremecedora "celebración": la ejecución número 1.000 de un reo americano. Y me vienen a la cabeza miles de cosas, de palabras, de conceptos. Hispano, negro, inocente, familia, soledad, corredor, miedo, morbo, nervios, asesinato. Y los americanos tan contentos y orgullosos, como si fueran el modelo de algo, o de alguien. Siempre callando y bajando la cabeza. Siempre encegados en su patria y en su egolatría. Simepre comportandose como americanos.
Y dejo lo políticamente correcto a un lado (es decir, transgredo la norma; revolución; anormalidad; esas cosas que hacen que la vida tenga sentido: hacer lo que no toca cuando no toca, y equivocarse, y pensar en lo que hay más allá, en lo que nuestros ojos no pueden ver) y creo que lo intolerable no son las cosas, ni los actos; sino determinadas personas. Especialmente determinadas personas americanas.

He rescatado este texto de León de Aranoa del olvido. Pese a que fue escrito hace cinco años, está de rabiosa actualidad. Por desgracia.

"Ojo por ojo y el mundo se quedará ciego". Mahatma Gandhi.


VAN A MORIR

Ahora quiero hablaros de Bud. Escucha a unos y a otras con el aire intruso, sobre las rodillas una carpeta azul, de estudiante, que agarra como si contuviera su vida entera. Le une a los reunidos un conocimiento profundo, involuntario, del dolor, aunque su aprendizaje lo realizara en otras escuelas. Su hija Julie tenía 23 años cuando murió junto a decenas de personas en un atentado contra un edificio federal, en Oklahoma City. Su asesino está hoy condenado a muerte. Bud cuenta entonces cómo cada vez que aparecía una noticia sobre el caso cambiaba de canal para no verla. Pero un día llegó tarde. Tres segundos. Lo suficiente para ver en su casa, acosado por las cámaras, al padre del terrorista. Dice Bud que lo que vio en él fue a un hombre partido por el dolor. Que en realidad se vio a sí mismo.

Fue a visitarle. Caminaron durante una hora por su pequeño huerto, hablaron de plantas y de hortalizas. Entonces apareció la otra hija de aquel hombre. Salía de la casa cuando encontró allí a Bud. Su padre le explicó quién era, por qué había ido a visitarles, y la chica sólo supo abrazarle, abrazarle y llorar. A él todavía le tiembla el alma cuando recuerda aquel abrazo, aquel dolor compartido. Entonces las emociones se le enredan en el cuello, estrangulando las palabras. Por eso Bud se toma un momento, respira, mira a los niños que juegan afuera. Y pordría parecer que piensa en ellos cuando dice, porque lo dice mirándoles, que la pena de muerte multiplica el número de víctimas. Por eso él, desde aquel abrazo, camina los Estados, los debates y las universidades para contar su caso y exigir que no se mate, al menos no en su nombre, no en el nombre de las víctimas, ni en el de sus familiares. Y lo hace con su carpeta azul agarrada, que contiene de verdad su vida entera. De ella saca fotografías de su hija, y mostrándoselas a los reunidos la hace otra vez joven, otra vez hermosa.

FERNANDO LEÓN DE ARANOA, publicado en El País el 8/10/00


Abelenda. El Abelendario. Planeta, Barcelona, 1972